Te acostarías sobre el teléfono. Lamerías cada una de sus teclas esperando que suene. Soñarías con cada palabra que diría su voz si llamase.
¿Y si sonase?
Te aterrarías.
Y tu garganta: un hola cavernoso.
Y te aterrarías aún más al notar que no es su voz la que habla.
Y así algo en vos moriría.
Y vos allí recostado, cada vez más muerto, devorarías mil y un diccionarios para rumiarlos en eterna espera de un pensamiento que te redima.
Y ese pensamiento nunca aparecerá.
Y te frotarías incansablemente contra la puerta hasta sangrar con la esperanza de que se abra y que por allí entre.
¿Y sí lo hiciera?
¿Y si entrase al fin?
Te le arrojarías encima y enloquecerías de alegría y no sabrías que hacer y no harías nada.
Y gemirías, llorarías e inventarías lenguas impronunciables para explicar lo que fue tu espera.
Y al segundo te convencerás que es mentira, que nunca volvió.
La verdad es que nunca se fue.
Y no lo supiste ver.
Y no lo sabrás ver.
Y por ello se irá realmente sin que te dejes saber que aún no se había ido.
Y así seguirás acostado sobre el teléfono. Lamiendo, rumiando, enloqueciendo y muriendo.