Abrió los ojos. Pensó que era extraño que no fuera un día caluroso como había pensado que sería. Los vidrios de la habitación, de hecho, tenían un dejo de empaño que dejaba entrar el sol pero solo a medias. Definitivamente, el verano se había ido.
Una vez más, como la estúpida e innecesaria rutina lo marcaba, su estúpida e innecesaria mujer lo esperaba preparando el café con esa estúpida e innecesaria sonrisa.
Pasaron los minutos del desayuno sin que se oyera palabra alguna. Salió de la casa (previo chau que intentaba, sin ganas, casi con asco, ser saludo). Cruzó la vereda, bajó de ella, se internó en su auto.
Tomó el mismo (y no poco aburrido) camino que cada mañana tomaba hasta su…
No sabía por qué, pero ella estaba de pronto en su auto. Solo sabía que la vio, como esperando que el mundo explote de una vez. Y frenó.
No podría asegurar en que pensaba esa mañana, ya no le importaba ir a su... Todo cuanto había en su cabeza podía perderse en el simple sonido que emitían sus dedos al abrir la puerta, ante la forma en que su cuerpo se hundía en el asiento a su lado. Ella no dijo nada, él... callaron aún sin haber hablado y sabiendo que no lo harían. El mundo de metal y ruedas en el que estaban inmersos empezó a avanzar entre las paralelas, que en nuestra absurda tarea de etiquetar y catalogar todo dimos por llamar calle.
La noche los encontró lejos, rodando sin destino, sin palabras, sin siquiera mirarse. El auto se desliza lento hacia la nada. Se miran, no se hablan, se sienten. Esa noche él fue feliz. Mañana, tal vez, esté más caluroso.
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